viernes, 23 de enero de 2009

La leyenda del Ekeko



Bolivia, 20 de enero.- La pintoresca cuenca, bruñida sobre los faldeos que descienden del borde de la altipampa por el torrente bravío del Choqueyapu , cuyas orillas florecían en arenas de las belicosas tribus aymaras. Luego, venidos los españoles del otro lado del “gran charco” atraídos por la varonil belleza del paisaje, plantaron sobre la jurisdicción indígena el blasón de castilla y “pueblo de paz fundaron” para optar el favor de la diosa del olivo, tan huraña para los conquistadores y cuya protección era necesaria para el progreso y la ventura de las nuevas gentes que se congregaron en torno de la lanza capitana de Don Alonso de Mendoza.

Aquella prueba de fuego debía decidir si era posible que ese pueblo, surgido del ensueño del pacificador La Gasca, pudiera perdurar para grandes destinos en los futuros siglos, malogrando el heroico afán de la raza autóctona de rescatar esa herencia para hacer de ella el baluarte de sus rebeldías y la expresión material de su libertad añorada.
Esa prueba de fuego para la ciudad de “los discordes en concordia” fue la gran sublevación del año 1781; año de la epopeya en que los blancos e indios midieron su bravura, hicieron lujo de sus sacrificios y probaron su entrañable y abnegado amor, los unos por conservarla para su orgullo hispánico y los otros por conquistarla para su añeja tradición.

El espíritu ancestral de la raza personificado en el caudillo rebelde Julián Apaza y el espíritu de la tierra y el amor doméstico encarnados en la esposa del caudillo, la virreina Bartolina Sisa, lanzaron a sus gentes en son de reconquista contra los “paredones” y los fosos que los defensores alzaron apresuradamente en torno de la ciudad. Por otro lado la bravía pujanza de españoles y criollos, dirigidos por Don Sebastián de Segurola, significaba para estos el empeño juramentado de morir junto a esos “paredones” defendiendo, más que su vida, el grandioso destino de la ciudad.

Así fue como estalló la sangrienta pugna. Al amanecer del 14 de marzo de 1781, las alturas de La Paz aparecieron ocupadas en son de guerra por incontables ordas de indios armados. Eran su reto los amenazadores sones de los “pututus” cuya vibración, como sobre la caja sonora de una enorme guitarra, repercutía bélicamente en la hosquedad urbanizada. Al anochecer, centenares de hogueras, encendidas por los rebeldes en las cumbres de las serranías, brillaban como ojos vigilantes y enrojecidos por el rencor racial, anunciando el bloqueo a muerte.

Y desde aquel día los parajes aledaños a la ciudad, San Pedro, Carcantia, Santa Teresa, Potopoto, Santa Bárbara, San Juan de Dios, Las Recogidas, Churubamba, San Sebastián, La Paciencia y Caja del Agua se convirtieron en el campo de la porfiada refriega, en la “tierra de nadie”·en que día tras día y noche tras noche se combatía sin cesar y sin cuartel.

Pues bien, dentro de esa tremenda etapa de sangre, de amarguras y de esperanzas que soportó esta ínclita ciudad de Nuestra Señora de La Paz, es que se actualizó y cobró objetividad nueva la leyenda indígena del “ekhekho” tal como vais a verlo enseguida.

II Alentada por el amor de un mozo trabajador y de su clase

Paulita Tintaya, moza núbil, perteneciente al “repartimiento” de que había hecho merced el Rey a su fiel súbdito Don Francisco de Rojas, español y vecino de la ciudad de La Paz, había sido trasladada desde la “encomienda” de Rojas, situada en las inmediaciones de Laja , para ser puesta al servicio personal de la joven bella criolla Doña Josefa Ursula de Rojas Foronda, hija del susodicho encomendero, que tenía solar de horca y cuchillo en una de las plazas principales de la población.

A la sazón, la joven dama era ya esposa del Brigadier Don Sebastián de Segurola, Gobernador y Comandante de armas de esta ciudad y su jurisdicción. Paulita que formaba parte de la dote paterna de la flamante Brigadiera se había trasladado con su ama a aposentarse en el solar de los de Segurola. Sin embargo, la rica mansión en que servía Paulita le sabía a ésta a jaula dorada en la que, cual pobrecito pajarillo, estaba privada de libertad, de la más dulce de las libertades : la libertad de amar y de holgarse a su guisa con el varón de sus únicas predilecciones.

Este era un mozo del mismo “repartimiento” que ella; el más guapo de su generación comarcana; fuerte y recio para el trabajo y labranza; apasionado y codicioso para obtener su dicha en el querer. Desde pastores, él y ella tejieron con urdimbre de ilusiones su idilio, en las apacibles tardes en que sus ganados, mezclándose en una sola tropa, en las orillas del riachuelo vecino, allá junto al caserío de Laja. Pasaron así los años de la adolescencia y llegó para ellos la juventud que tanto esperaban para realizar su connubio; pero una voluntad más poderosa que su anhelo de dicha, es decir la orden incontestable de Don Francisco de Rojas, por razón de su “encomienda” amo y señor de tierra y gentes, dispuso inmediato traslado de la moza a la ciudad para servir a su joven hija. Esa misma voluntad que se llevaba lejos a la doncella aherrojó al infeliz galán a seguir labrando las tierras de la hacienda, sin posibilidad de irse también, como él lo hubiera querido, detrás de su bien amada.

Como despedida hecha a prisa y epílogo dolorido de aquel idilio sin esperanza, en la última entrevista que lograron tener en el ahijadero, Isidro Choquehuanca, que tal se llamaba el galán, entregó como desperado símbolo de su cariño a la indiecita, un pequeño amuleto de yeso que él mismo había fabricado y que, según la añeja tradición de sus congéneres, era el fetiche que velaba por la felicidad de quienes ponían en sus manos diminutas el secreto de sus afanes. Para confeccionarlo según sus ritos y de acuerdo a sus particulares deseos, Choquehuanca había tratado de reproducir en la estatuilla la figura de su amo, el “chapetón” Rojas, hombrecillo pequeño y regordete, de rostro enrojecido, color que había logrado imitar con unas pinceladas de airampo; además había procurado darle una cara risueña y bonachona. El improvisado artífice se había empeñado en representar en el muñeco al señor de Rojas, porque él era precisamente el ser omnipotente del que dependía el destino de los dos jóvenes enamorados, y le había dado apariencia bondadosa para que, así, benigno fuera para con ellos. Luego, siguiendo las supersticiones raciales le había adornado con varias pequeñas prendas adecuadas en el tamaño; bolsitas con alimentos, pequeñas prendas de vestir, instrumentos de labranza, en fin, todo lo que en calidad de bienes materiales, puede complementar la felicidad de un hogar como el que el joven Choquehuanca proyectaba formar para gozar del cariño y de la fresca juventud de Paulita.

Después de una tarde estremecida de caricias, patentizada con juramentos de fidelidad mutua y hasta regada con lágrimas de ternura, se separaron. Él quedóse pesaroso, sujeto como gleba al trabajo de la encomienda y ella, estrechando con el cálido seno el fetiche, se marchó a la ciudad a cumplir sus nuevos deberes.

Mucho tiempo pasó en que Paulita e Isidro esperaron que el ekhekho obrara el milagro de rehacer su malaventurado idilio. El hada, no sólo que no actuó favorablemente, sino que hizo aún más inasequible toda esperanza con el estallido de la sublevación de los indios y del sangriento asedio de la ciudad. La lucha de razas que sobrevino cavó abismos de sangre y de odio entre los dominadores y los siervos y separó irreconciliablemente la ciudad en que vivía ella, del campo en que trabajaba él.

III La ciudad de La Paz sitiada

Con tales antecedentes, volvamos a los terribles días del asedio de La Paz.

Tres meses llevaba ya la denodada ciudad absolutamente aislada del mundo. Privada del agua que antes llegara rumorosa y abundante desde las torrenteras de Chacaltaya por los trabajos de desvío de los sitiadores, su vecindario apenas alcanzaba a proveerse de tres o cuatro pequeños manteales que habían quedado en el recinto cercado. Sin provisiones de boca y de guerra, puesto que todos los caminos y “garitas” de la ciudad habían sido ocupados por los indios rebeldes. La Paz con sus varias decenas de miles de habitantes, parecía condenada a perecer irremediablemente, a no ser que una poderosa fuerza militar, venida de fuera, llegara en su socorro. Esa fuerza y ese milagro eran muy remotos, porque todos los mensajes angustiosos en procura de auxilio no habían tenido respuesta ni promesa.

Entre tanto, los famélicos vecinos debían hacer frente de día y de noche, sin tregua ni descanso a los asaltos, incendios y obras de saja de los tenaces sitiadores. Los bodegones, las despensas y todos los sitios donde antes se vendían o guardaban los víveres estaban exhaustos. Las familias mas opulentas habían acudido al desesperado arbitrio de echar mano de los arreros, “petacas” y demás objetos de cuero para introducirlos en la ollas y lograr con su tenaz conocimiento una especie de “consomé” de endemoniado sabor. Nada hay que decir de los asnos, mulos, perros y gatos que habían tenido la desventura de quedar en la ciudad en los días aciagos del sitio; todos ellos, en carne y hueso, habían pasado a la calidad de viandadas disputadas por las gentes hambrientas. El hambre llego a tal exceso y a tan insoportable intensidad que anuló hasta los efectos más sagrados. Mujer enajenada hubo que sacrifico a su hijo mayor para que los menores tuvieran sustento con que salvar sus agonizantes vidas. Fueron extraídos de los arcones y aparadores las joyas, el oro, la plata y la vajilla labrada para ser trocados por unos cuantos granos de maíz o trigo. En fin, el hambre y la muerte eran tan horrendas en la ciudad que sólo un heroísmo y una tenacidad sobrehumanos pudieron sostener a la villa sin acudir al humillante y doloroso recurso de la capitulación. Alguna noche de esas, gentes desesperadas se atrevían a salir al amparo de la oscuridad a buscar en las afueras yerbas y desperdicios con que simular una miserable viandada. Las más de las veces estos desdichados caían víctimas de los vigilantes feroces sitiadores.

Empero, en medio de un cuadro de desolación y de angustia, existía el rincón de una pequeña vivienda en el que, por un caso inexplicable, se ocultaban pequeñas provisiones que, luego de ser consumidas al cabo de algunos días, por su dichosísima poseedora eran renovadas, como por arte de magia. Aunque no exquisitas, estas provisiones de boca eran suficientes para salvar de la fatal extenuación a una persona y, acaso a dos o tres más. Tan preciosos recursos alimenticios consistían en una bolsa de maíz tostado, una regular porción de "quispiñas" (especie de galleta indígena de harina de quinua), mas un trozo de “charque” (carne seca) de llama tierna.

La envidiable propietaria de ese tesoro era una de la sirvienta de la Brigadiera y nada menos que Paulita. La moza guardaba y consumía secretamente sus provisiones en un rincón de su pequeña y obscura habitación de las dependencias anteriores de la casa en que servía. Al pie de la tosca hornacina en que había colocado al ekhekho que le diera Isidro habían escondido los alimentos, envolviéndolos y cubriéndolos con ropas y otros enseres sin importancia. Sin propósito deliberado la casual proximidad de los comestibles al muñeco de yeso significaban el origen común de ambas cosas.

IV Visita temeraria de Isidro

Una noche del cuarto mes en que la ciudad estaba sitiada por las huestes de Julián Apaza, Paulita después de cumplir sus cotidianos deberes domésticos para con su ama, se había retirado a su cuarto a descansar, si descanso pudiera llamarse a pasar una noche febricitante por la extenuación y el hambre. Pues es preciso declarar que este cruel espectro había también sentado sus reales en la casa del Gobernador, y que ni él ni para nadie se podía introducir a La Paz ni la más pequeña molécula de alimento. En la mesa del prócer, como en la de cualquier otro mortal de la villa, ya no alcanzaba a servirse otra cosa que caldos o cocimientos correosos de cueros, trozos de petacas o de arreos de ensillar.
Aquella noche decimos, Paulita, en medio del insomnio famélico que sufría, al dirigir su mirada vaga hacia el fetiche de la hornacina, recién se dio cuenta de que le muñeco tenía entre su característica aparejo pequeñas bolsitas de maíz tostado, azúcar, harina y otros comestibles. De un salto se levantó con el propósito de apoderarse de tan inesperados bienes. Ella tenía las manos febriles extendidas hacia el ekhekho, cuando sintió junto a su puerta una voz que muy quedamente la nombraba. Quedó suspensa y desconcertada.

- ¡ Paulita ! , ¡ Paulita ! , volvió a decir la voz impregnada de expresivo acento.

Entonces la moza se apresuró a franquear la puerta a quien la llamaba, y con indescriptible sorpresa recibió el más patético y cariñoso saludo de su amado.

- ¡ Isidro ! , ¿ Eres tú, deveras ? ¿ No me engaña la calentura ?

- Sí soy yo, Paulita. Pero no hables tan alto. No quiero que me vean ni me conozcan.

Cerraron la puerta y sentándose en cuclillas en el rincón más seguro platicaron al amparo de la noche.

El le contó, atropelladamente, lo que significaba allí su presencia. Isidro, junto con todos los demás indios de las comarcas circundantes, había sido enrolado en el ejército de Apaza. Estaba pues juramentado para destruir la ciudad y exterminar a los blancos y mestizos que la poblaban Como estaba entre las partidas más aguerridas se le había designado un puesto de avanzada en la región del el “Calvario”. El ejército sitiador estaba al tanto de los horribles padecimientos que soportaban los sitiados. Muchos de éstos, acosados por el hambre, habían salido a entregarse a los rebeldes narrándoles los sufrimientos que agobiaban a la ciudad. Entonces Isidro se había propuesto buscar una manera de proteger a su adorada y salvarla de tal situación. Por eso, atravesando sigilosamente durante la noche las líneas de los defensores, había traído esos recursos alimenticios.

- Mira, – le dijo, al tiempo que extraía debajo de su ponchos un bulto de regular volumen – .Aquí tienes "tostado", "kispiña" y "charque". Es lo mismo que merendábamos, ¿ te acuerdas ?, en los días en que éramos felices en nuestra comarca. Con esto creo que puedes subsistir hasta una semana. Ya te traeré nuevas provisiones a medida que las necesites.

Prueba de cariño tan palpable no necesitaba de palabras elocuentes. Así lo entendió la moza y con sencilla sinceridad se lo demostró a Isidro. Este, satisfecho también, al comprobar que sus sacrificios y afanes eran correspondidos con la certeza del amor tierno y apasionado de su bien amada, se marchó a ocupar su sitio de combatiente antes que los sorprendiera el alba.

Tal era el misterioso origen de las provisiones que desde aquel día nunca más faltaron en el rincón de la vivienda de Paulita y que, colocadas sin propósito cerca al ekhekho, parecían el presente de su merced benefactora. Cada noche, la muchacha tomaba un a suficiente porción de esos alimentos y así se mantenía reconfortada en medio de toda una población que diezmaba con el hambre.
V "Voy a defender la ciudad a cualquier precio"

Un día, era ya el quinto mes del asedio, en que faltaba de alimentos había llegado casi a lo absoluto, cuando Paulita estaba junto a su ama, la joven brigadiera, ésta sufrió un terrible desmayo causado por la excesiva desnutrición. Al salir del síncope quedó sumida en un angustioso delirio en el que con palabras lastimeras imploraba un poco de alimento… El caso parecía sin remedio, pues así habían comenzado muchos desdichados la agonía fatal. Su esposo, el afligido Brigadier, impotente para acudir a la dama soportaba doble zozobra, pues, además tenía sobre sí otra preocupación más grave, que era la de vigilar, organizar y dirigir constante y personalmente la defensa de la ciudad a él encomendada contra los renovados asaltos de los sitiadores que se tornaban cada día más osados e impetuosos. Después de contemplar con pesadumbre el cuadro de la postración irremediable de sus tierna esposa, se resignó a salir requerido por sus lugartenientes que momentos antes habían entrado desolados a comunicarle que los indios habían iniciado un nuevo asalto, incendiando algunas casas de Carcantía y que estaban demoliendo con picotas los paredones de la defensa de San Juan de Dios. Lanza el Brigadier una postrer mirada a su esposa y como en ese momento la única sirvienta qua acompañaba a Doña Úrsula era Paulita, porque las restantes estaban en sus habitaciones en igual o peor estado que sus ama, le dijo:

- Ahí te dejo a la señora. Que se haga lo que Dios quiera. Pero tú no me la abandones hija mía – y se marchó sombrío, a caso con la secreta intención de ir a buscar la muerte en el lugar más peligroso del combate.

Protectora de su ama, comenzó a sentir por ella profunda lástima. Moza como era, asequible a los sentimientos de femenina ternura, no tardó en dejarse embarcar por una generosa compasión hasta dejarse llevar por sus impulsos. Luego, sin pensar más, fue corriendo a su cuarto a traer una parte de sus alimentos.

Cuando Segurola volvió a su hogar a la hora de “la queda”, temeroso de encontrar el cadáver de su amada esposa, halló con inmensa alegría que no solamente la dama estaba tranquila y reconfortada sino que le fue ofrecido un plato cuidadosamente guardado en el fondo de un arcón. Se sirvió de él casi golosamente nuestro brigadier y sintió como un milagro de restauración fisiológica en su organismo exánime, que hasta entonces se había mantenido en pie únicamente por la fuerza moral de su inmensa responsabilidad.

Desde el día siguiente fueron tres lo afortunados seres que en medio de la población hambrienta y al borde de la agonía tenían su seguro yantar: Doña Úrsula, el Brigadier y la muchacha que tan generosamente les había hecho participes jurados de su secreto.

Pero, hay que decir en honor de la verdad, que el secreto fue conocido sólo a medias por el Gobernador y sus esposa, porque Paulita, con el propósito de evitar cualquier peligro para Isidro, ante las insistentes preguntas de sus amos, había tenido la discreta ocurrencia de llevarlos junto al ekhekho y manifestarles que al poder tradicionalmente dadivoso del fetiche se debía la milagrosa e inagotable virtud de sus provisiones.

Esta peregrina explicación, que en otros momentos, acaso, hubiera sido encomendada a la investigación peligrosa de los oficiales de la Santa Inquisición, en aquellas horas de suprema angustia en que todos sentían el incontenible afán de mantener la vida, fue aceptada sin mayores disquisiciones por los señores de Segurola quienes se contentaron con agradecer la señalada predestinación de salvar la existencia aprovechando de la generosa virtud del amuleto indígena.
VI La Paz liberada de asedio

Entre tanto, el asedio se prolongaba. Llevaba ya la ciudad seis largos meses de inenarrables padecimientos. Ya nadie tenía esperanzas de subsistir y algunos de los más desesperanzados comenzaban a hablar de la capitulación, que podía encomendarse al Señor Obispo, con cuya influenciase podría atenuar, siquiera en lo posible, las bárbaras represalias y crueldades de los vencedores, cuando por misterioso conducto llegó a la ciudad la noticia de la aproximación de un poderosos ejército dirigido por el Comandante General Don José Reseguín. La noticia operó un milagro. Se reavivaron los ánimos más agobiados y de todas las casas salieron los famélicos sobrevivientes para aclamar con gritos de enajenada alegría su próxima liberación. En efecto, al amanecer del día 17 de octubre, se notó que los sitiadores abandonaban precipitadamente las alturas circundantes y se replegaban hacia la región de Chacaltaya, al mismo tiempo que por el camino de El Alto, de Potosí se asomaban con banderas desplegadas y disparando sus bombardas, las primeras formaciones del ejército libertador.

El martirio de seis meses se transformó por ensalmo en loco y desbordante alborozo. Los soldados de Reseguín entraron en la ciudad entre enternecidas bendiciones y frenéticos clamores de júbilo.

En medio de esa multitud enloquecida de gozo, el Brigadier Segurola que presidía la recepción que el pueblo tributaba a sus salvadores, no podía alejar de sus mente la idea de que, como un recuerdo emocionado e imborrable, le obligaba a pensar en el pequeño fetiche indígena con cuyo favor, él y su amada esposa había podido sobrevivir hasta ver el sol de ese hermoso día.

VII Origen de la feria de alasitas

Entre los nutridos y solemnes festejos con que la ciudad liberada celebró a porfía la nueva etapa de paz y de progreso, tiene especial importancia para nuestro relato dos acontecimientos :

El primero fue la ordenanza que dictó el gobernador Don Sebastián de Segurota, para que de allí en adelante la feria que hasta entonces se celebraba el 20 de Ocubre, aniversario de la fundación de la ciudad, se trasladara al día 24 de enero, como piadoso homenaje de gratitud a Nuestra Señora de La Paz, bajo cuya protección y favor la ciudad había sobrevivido a las tremendas calamidades des asedio, y que, además, en dicha feria tuviera preferencia la venta o trueque del ekhekho, el fetiche indígena modernizado según el modelo que el mismo Gobernador exhibió en un sitio adecuado y que no era otro que el que obtuvo Paulita. No explicó el señor gobernador mayores razones sobre la adopción del fetiche, pero aseguró a fe de su palabra, que quienes lo adquirieran y lo llevaran a sus hogares, tendrían un amuleto para su buena suerte.

El otro acontecimiento, menos ruidoso, y público, pero para nosotros más significativo aún, fue el matrimonio de Paulita con Isidro, que se verificó poco después apadrinado por el Brigadier y su esposa.

Cuando los amos de Paulita, deseosos de retribuir a la moza por la generosa actitud que ya conocemos, le preguntaron qué es lo que podrían hacer por ella, ésta, sin dubitaciones les contestó al momento que su único anhelo era casarse con Isidro. El mozo fue llamado por su ama a la ciudad y de inmediato comenzaron los preparativos para la boda.

Después de la bendición nupcial, los padrinos, contrayentes y convidados pasaron al gran comedor de los Segurola para servirse el ágape tradicional. Junto al pastel de boda estaba sobre un adecuado pedestal de confituras el ekhekho, cuya sonrisa parecía más placentera que nunca. Al verlo sonrieron los padrinos y los novios y cruzaron miradas de secreto entendimiento.

Sentada ya Paulita junto a su madrina y señora oyó que ésta cariñosamente le decía al oído :

- Ahí tienes el amuleto que nos ha permitido vivir en medio del hambre de tantos meses. Lo he colocado allí para que siga prodigándonos su favor y para que sea un feliz augurio de tu boda.

La muchacha respondió con una ruborosa sonrisa y tuvo que volverse inmediatamente hacia el otro lado se su asiento para escuchar lo que Isidro resplandeciente de dicha, le susurraba al otro oído.

- Ya ves, Paulita, cómo no ha sido en vano que pusiéramos nuestro amor en manos del ekhekho. Por él tenemos hoy la felicidad que ya creíamos perdida.

Al oír todo esto, Paulita pensó que lo que en principio fue únicamente mentira, ahora se había tornado una ferviente convicción. Que si los alimentos no fueron realmente un don del ekhekho, sino obra del abnegado amor de su Isidro, en cambio, su dicha de ese día, su ilusión realizada, no podía ser otra cosa que una merced del pequeño hombrecito de yeso. En medio de su gozosa gratitud ganas tuvo de tomar al ekhekho y estrecharlo fuertemente contra su seno, tal como aquel día de su penosa despedida lo llevó sobre su corazón

* * *

A medida que pasó el tiempo y se fueron borrando los recuerdos de los tremendos acontecimientos del año 1781 y nuevas generaciones aparecieron en la ciudad, libres ya de las penosas remembranzas que oían narrar a sus abuelos, fue manteniéndose y acrecentando la tradición del ekhekho que continuó siendo el rey pequeño de la feria típica. Para unos era la fuente de los recursos contra el hambre y la miseria; para otros, el bondadoso idolillo que concebía la felicidad.

La liberación de la ciudad de La Paz, que fue casi como una resurrección, trajo también la resurrección, de una tradición indígena que pasó a la categoría de una simpática superstición impregnada de optimismo que se difundió entre todas las gentes de todas las layas que tuvieron cuna o techo en el solar paceño. Y, sin presumirlo, el Brigadier Segurota lanzó una ordenanza que estaba destinada a superar los tiempos de la Independencia y de la República porque era tan bella y tan inofensiva que enraizó profundamente en el alma popular.

Por eso, año tras año y siglo tras siglo, el ekhekho, principal mercadería de la feria, rey de la fiesta en sus dominios de “alasitas “ , fue adquirido y llevado a los hogares con todo su atavío, como un manojo de esperanzas que se quisieran ver convertidas en venturosas realidades. A su virtud, ensalzada por la tradición, le confían las gentes sencillas las ilusiones y los anhelos que quisieran arrebatar el tacaño porvenir.

Antonio Díaz Villamil, Leyendas de mi tierra, Editorial América srl, La Paz

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